Se paró en la fuente a beber y cuando levantó la cabeza para seguir, no le extraño nada, le pareció lo más natural del mundo, sabía que aquel viaje de sacrificio para descompensar los privilegios de aquella gran vida que llevaba llena de éxitos y satisfacciones, no sería, en el fondo, diferente a su modo real de vivir, solo que había abandonado aquel camino de mieles al que estaba habituado para conseguir de forma espontánea, natural, aquel asunto que en la adolescencia había dejado pendiente del azar; allí estaba ella, su gran amor que se fue sin despedir y sin consumar aquella tan importante relación afectuosa que hubiese sido cuestión de unas semanas más. Otra vez el destino le ponía en su camino aquel amor pendiente de saldar.
Se acercó a ella seguro de si mismo, no le importó saber que ella estaba acompañada, se dirigió a ella con entusiasmo: Margarita, soy yo Antoñito, tu vecino del pueblo¡. Esperó sonriente que ella se lanzase a sus brazos y le recordase lo que le había echado de menos. Ella lo miró con incredulidad, no puede ser, dijo, no puede ser que esto me esté sucediendo a mi. Si, yo soy Antoñito el de tía Mercedes, aquel con el que bailabas agarrado en el baile del pueblo, dijo e hizo ademán de acercarse a ella para abrazarla. El acompañante salió a su encuentro y le paró en seco cogiéndole del brazo. Él la miró solícito, como pidiendo que diese orden a aquel energúmeno de que le soltase. En efecto, ella pidió a su acompañante que soltase a Antoñito: Sueltalo Pepe, que por lo que se ve este chalao delira y tiene pinta de estar lleno de piojos.
Según veía como se alejaba quiso decirla que el ya no era Antoñito que era Don Antonio Colina y que se arrepentiría toda la vida de no haberle reconocido, pero recordó que estaba realizando el viaje de forma anónima. La barba, la culpa ha sido de la barba.
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