Alguien ve un euro y se lanza en
plancha. No es mi caso, lo miro con reticencia.
En el primer euro que me encontré en
la chopera, nuevo y brillante aunque ensuciado por el barro, me preocupé más de
no mancharme las manos de que se me adelantase algún otro y se quedase con el.
Me busqué un palitroque y una envoltura de estraza y entre ambos lo llevé a la
fuente y lo lavé bien lavadito para que no me emporcase.
Como todo dinero que llega fácil
apenas tardé en gastarlo y me tomé un zumito de pera en un bric en la Venta de
la Chopera.
Tuve que ser de los primeros que se
percataron de que paseando por la Alameda de los chopos se encontraban monedas
de un euro brillantes como el sol que los iluminaba.
Ingenuo llegué a pensar que eran una
bendición que el destino me enviaba por algunas buenas obras que había creído
realizar en los últimos años. Que ingenuidad, el dinero fácil cotiza al doble
en la factura de los tiempos.
Con los días, la voz se fue
corriendo y los paseantes aumentaban exponencialmente.
Al principio lo veía como la copla
de los duros antiguos que tanto en Cádiz habían dado que festejar, como un
festival de alegría y regocijo para todos.
Los buscadores de euros llegaron a
ser tantos que la autoridad colocó a sus agentes para cobrar un peaje nada
desdeñable: medio euro por persona buscadora.
Al principio compensaba, pues muy
pocos se iban sin al menos una moneda que recoger y los había que llegaron a
encontrar cuatro y hasta cinco euros.
Algunos con espíritu comercial
pusieron tenderetes de bocadillos y bebidas.
Familias enteras se instalaban con
sus tiendas en la chopera y cuando llegaban los agentes a cobrar enseñaban el
boleto del día anterior a resultas que el boleto era por entrar y no por día.
Así empezaron los líos. Luego, unas familias cercaron zonas pretendiendo
limitar el acceso a otros paseantes, y así aumentaron más los líos.
Según se reducía el número de euros
encontrados por buscador los líos aumentaban, y se paso de las regañinas a las
trifulcas y de ahí a las peleas.
La competición se hizo embarrada
como aquel primer euro que yo había encontrado.
Un predicador subido a un taburete
empezó a lanzar retahílas de prédicas comparando la acción encontradora con las
tentaciones provenientes de la Bicha de Babilonia.
Un filósofo intentando encontrar una
explicación se debatía entre el Maná del desierto y la generación espontánea de
los hongos en la baja Edad Media.
A la mayoría no le preocupaba la
explicación del fenómeno ni pensaba que la hubiese, La mayor preocupación era
coger las monedas mientras fuese posible.
El zumo bric de 200 mililitros que
aquel primer día de encuentro de mi primera moneda me había costado una moneda
ahora ya me costaba dos. A pesar de ello la Venta estaba llena a tope de gentes
y curiosos que llegaban de otros lugares.
Todos parecían felices, los euros no
se agotaban por más que se recolectasen, al día siguiente a pesar del peinado
del día anterior volvían a aparecer las monedas.
Las expectativas de ganancia
entraron a forma parte de la economía familiar como una entrada de ingresos
fija y segura.
Así pasaban los años. Las familias
tuvieron que organizar turnos entre sus miembros ya que algunos se resistían a
la recogida por considerar el jornal obtenido de pequeña cuantía para
molestarse.
En la imaginación del poeta Pésimo
se comparaban las monedas a las cagadas de un ogro que se lanzaban desde los
infiernos para adormecer y corromper las almas de los infelices. En cambio,
para la poetisa Adivina eran la prueba de que la humanidad dejaba atrás los
grandes conflictos para encaminarse a una Era de paz y bienestar.
Las voces partidarias de prohibir o
limitar las recogidas fueron calladas tachadas de gafes y malencaradas.
Cuando todo parecía ir sobre ruedas
las monedas dejaron de aparecer.
Y…
Había que recomponer los chopos
rotos.
Lo que sucedió después es otra, pero…
que… otra historia.
Si este euro no arreglara
Pronto la prima tan rara
Será vara que se dispara
Solita en su propia cara.